domingo, 29 de marzo de 2009

Yeray

Se decía y contaba hace mucho tiempo, tanto que las personas ya han olvidado dicho acontecimiento estremecedor, que hubo una época en la que lamentablemente, todo parecía terrible, y los días eran completamente desolados.

Relatábase un período donde muchas personas, en cierta comunidad pacífica y perfeccionada, donde pudo haber evolucionado la mejor y más próspera sociedad del mundo entero, languidecían a causa de una enfermedad bastante vil al grado de ser incurable. Describiré enseguida, un poco de aquellos días de gloria, antes de la catástrofe irremediable:

Veíamos un grupo de ancianos dirigiendo a la sociedad, por todas partes niños jugando a ser mayores, gente bien alimentada, robusta y sana que trabajaba cada vez más por una vida mejor. Esta humanidad se encontraba dirigida por los viejos, que gracias a su sabiduría y experiencia dominaban perfectamente el arte de erigir una ciudad increíble al punto de ser, tal vez, utópica; los hombres y mujeres mayores de treinta años dedicaban el tiempo a la cosecha de alimentos, bienestar de las construcciones, salud de los habitantes y educación de los más jóvenes; adolescentes y niños, se dedicaban al conocimiento y estudio, e incluso al aporte de ideas nuevas y frescas para la comunidad. Sin duda, todo en aquel lugar era perfecto, pero tal vez, el egoísmo de tierras cercanas, fue la causa del abatimiento total en esta población.

Ocurría una noche de agosto, a mediados del mes, una diabólica e imperdonable artimaña antagonista: una enfermedad caía sobre la gente, inconcebible y mortal para todos… o casi todos…

A la mañana de haber aparecido aquella invención del maldito, aparecieron niños y niñas que no abrían los ojos estando en sus camas, estando pálidos y purpúreos al mismo tiempo, con vómito y sangre que profesaba una inesperada desgracia. La familia completa de los infantes corría desconsolada y atónita hacia el médico o al sabio grupo de veteranos que no atinaban ninguno de los mencionados a confirmar o atinar el motivo y las causas de las muertes, algunas familias al saber esto, regresaban a sus casas a llorar por el extinto miembro. Aunque no el cien por ciento de los jóvenes había fallecido, lo cierto era que la pérdida de incluso un par de chiquillos, hacía experimentar a la comunidad completa, una zozobra y luto inevitable, ya que consideraban a cualquiera, como a su propio hermano o hijo; entonces, la sociedad entera acarreaba una depresión irremediable, y digo irremediable porque después de estos primeros brotes de desgracias, las cosas fueron empeorando.

Verídica y notable era la ausencia de pequeños, pero entre los pocos que quedaban enfermos y moribundos había un afortunado que no padecía síntoma alguno; encerrado en casa, tal vez por el incontenible terror de la madre a que su hijo decayera, el niño cuyo nombre era Yeray miraba por la ventana de su habitación a las desdichadas caras de los hombres y mujeres pasar, desganados, aturdidos y desconsolados. Él, en su mente imaginaba el final, pero sonreía, tal vez le satisfacía.

Seguían los días cual si fueran gotas de lluvia: incontenibles en su caída y lúgubres, o quizá mejor dicho “tristes”. Ahora los enfermos y moribundos eran los ancianos y la mayoría de personas adultas, es decir que, la magnífica e indestructible sociedad estaba casi en su totalidad, derrumbada, salvo algunos cuantos y obviamente nuestro antes mencionado Yeray, quien a pesar de ser tan común como cualquiera, tenía el don de no haber enfermado o sufrido síntomas como los demás chiquillos.

Contaba con 16 años de edad y asistía regularmente a sus clases de aprendizaje y muy rara vez podría haberse afirmado que pronunciaba palabra alguna. No sobresalía en nada, pero es importante decir que tenía un talento especial para el dibujo, si no era un profesional reconocido, podía defenderse ante cualquier artista, y algo que adoraba hacer era el crear caricaturas, sin embargo no cualquier caricatura, eran trazos y líneas con un toque mágico, si se le puede dar un nombre tan cercano al valioso papel que desempeñó durante tanto tiempo en esas condiciones de vida social: enfermedad, desgracia, soledad, etc.

Habían cientos de personas por todas partes al fin enfermas, y de los pocos sabios que quedaban, ninguno había podido encontrar cura para tal catastrófico malestar. Lo terrible era la suerte de algunos que no lograban morir completamente, pues parecían zombis en sus respectivas camas, donde cualquiera con juicio razonable diría que dormía aquel bulto de carne nauseabunda con un semblante de dolor impresionante y estremecedor. Habían muchos otros (más bien la mayoría), que tenían todos los síntomas de aquella crueldad, y sin embargo aún poseían la fuerza suficiente para andar; eran sin duda, de los que tenían fe a la llegada de mejores tiempos, de los ingenuos.

Ya antes mencionamos a nuestro peculiar caricaturista, cuyos padres habían fallecido unas semanas después del primer brote contagioso. Este chico se dedicaba al cuidado de su hermano menor; contando a Yeray, aunque éste era inmune, serían dos de los cinco jóvenes que aún vivían, su hermano, Leon y otros tres de nombres sin importancia (aunque es absurdo hacer esta pequeña observación); también acudía a lo que mejor sabía hacer: trazar líneas curvas para sus pequeños proyectos que después serían majestuosos sin que él lo supiese.

En este in instante es menester hacer hincapié sobre el espacio y tiempo ya muy trasformados, eran del tipo desgraciado y agónico irreparable en que a veces todos (considero) que nos hemos sumido en algún momento de depresión intensa, en esos momentos de amargura y nostalgia que nos conducen a observar lo más patético y denigrante de la realidad, a descubrir todos los desperfectos e injusticias de que somos autores y espectadores todos los días, salvo por la curiosa necesidad de querer evitar darnos cuenta de lo rufianes que podemos ser día a día, tal vez unas veces por ego, otras tantas por ser sumisos ante el aborrecible miedo, de igual manera, infames al fin y al cabo. Era una escena inaudita, monstruosa al punto de que las palabras descriptivas utilizadas sonarían huecas a comparación de aquella realidad. Casas desechas por incendios provocados normalmente por descuidos de enfermos, ya que sus estados enfermizos eran causa también de pérdida de memoria; grandes superficies de agua pútrida alrededor de las chozas, justo frente a lo que antes eran los albergues de aquellos sabios patronos de la ciudad; algunas casas de salud infestadas por los sobrantes semimuertos, cuyo techo estaba por derruirse inevitablemente; en fin, condiciones y hechos verdaderamente perturbadores e impresionantes. Insisto, amable lector, que la escena tan carente de perspectiva fue la que mejor pude recrear literariamente para la imaginación de cada quien, y sin embargo, eso era quizá una condición mínima de aquella desgraciada ciudad.

Leon había muerto y su hermano mayor parecía decepcionado pero todavía sonreía como aquella primera vez que lo mencionamos. Tal vez ahora, alguno que otro pensaría que era un chico optimista que no se dejaba vencer por las atrocidades del destino, y sin embargo nadie sabía con certeza el motivo de su alegría. Él continuaba dibujando.

En una ocasión, Yeray salió a dar una vuelta, a contemplar todo lo que había alrededor de él, y después de haber realizado un largo paseo, se sentó en una piedra lo suficientemente alta para poder dibujar, pues llevaba consigo papel y pintura negra, aunque poco, suficiente para él, ya que era tan hábil y maravilloso que podía usar sus dedos como pinceles y sus uñas para retocar y detallar algunas cosas superfluas. A lado un poco alejado de aquella piedra, estaba el cuerpo de una niña ya seguido por las moscas y larvas, incluso guarida de otros tantos insectos. Yeray la dibujaba y se asombraba depravada y psicodélicamente, tal vez por deseos insanos, o lo más seguro era que así se ponía al trabajar en aquellas líneas de perfecto trazo. Lo cierto es que su mirada lograba impactar y sorprender, pero su dibujo lograba hacer sentir el jardín del edén bajo los pies, plumas finas y muy suaves sobre la piel, aromas paradisiacos e incluso sabores extraordinariamente agradables. La dibujaba, pero no era ella; es decir, no era la niña en el suelo, era una angelical muñequita con vestidito hermoso, zapatillas verdaderamente lindas y con un majestuoso moño en la cabeza. ¡Increíble! Era la niña antes de ser lo que ahora, el vestido era el mismo y aunque sólo llevaba un pie calzado, estaba perfectamente detallado en el dibujo; aunque su listón colgaba de una rama, ¡el artista lo había inmortalizado! Y vaya que era estupendo, incluso un perrito pequeño lamía la mano de la damita en aquella imagen, aunque realmente no había rastro de dicho animal en los rededores.

Ya se había levantado después de ponerle un seudónimo a su trabajo, aunque dicho alias no es seguro, se sabe que contenía las siglas: “A”, “E”, “G” y “T” en un orden desconocido. Después de finalizado este ritual, dejó su obra sobre la roca y marchó hasta llegar a su casa. Al haber dormido y descansado, pues parecía fatigado sorprendentemente, volvió a salir en la noche. En esta ocasión caminaba adonde quedaba, aunque inestable, el refugio de los viejos durante esas antiguas asambleas para la edificación de su comunidad. Volvía a dibujar con la misma pasión que la antes mencionada, pero ahora en su dibujo estaba aquella gigantesca casa y cientos de personas fuera, caminando hacia sus respectivos trabajos, con flores y bien cuidadas plantas que hacían del lugar un paraíso sofocante de hermosura; aunque la realidad era todo lo contrario a esa representación impalpable para esos momentos. Las mismas siglas, el mismo abandono del papel junto al lugar.

Pasaban los días y ya eran pocos los que quedaban con fuerzas para caminar, y es importante mencionar que nuestro protagonista había dedicado todo el tiempo a alimentarse con lo poco saludable que aún quedaba, dormir por culpa de aquellos agotamientos inexplicables, y dibujar por todas partes escenas lo bastantemente interesantes y dignas de nombrar magistrales.

Ocurrió una ocasión en la que un ciudadano moribundo acudió adonde su hija, o mejor dicho lo que sobraba de su niña, yacía en el suelo, y encontró el primer trabajo regalado por Yeray. Después de esto, el hombre lloraba pero sonreía de la misma manera que lo hizo el autor desconocido para él, pero ya descrito para nosotros. De súbita manera se incorporó sobre sí, y corrió a cavar un ataúd de la que era digna la muñequita, enterrándola al fin, de una manera distinguida. Terminado, volvió a su casa, donde mostró la gloriosa imagen de una reina para los demás; extasiados, todos se levantaban y sentían un extraño valor y poder recorriendo sus venas. Una nueva esperanza había aparecido para cada uno de los zombis, una sobrehumana fuerza que los hacía sonreír y llorar, les decía que aunque todo fuese horrible, aún quedaban cosas increíblemente bellas. Así fue como cada dibujo fue encontrado de una manera maravillosa, como si un deseo divino hubiese sido la causa de tales contentos inextinguibles. Cada quien poseía su dibujo, lo que le daba impulsos para seguir iluminándose de alegrías. Y nuestro Yeray había desaparecido, exceptuando sus dibujos ya adorados.

Las personas todavía morían de la misma manera, pero eran felices hasta el último momento abrazando sus pinturas. Llegó el día en que no quedó nadie en dicho lugar y se vio por última vez a aquel tipo que usaba las siglas AEGT tirado en el suelo mirando hacia el cielo infinito, dibujando con la mano derecha sobre el suelo terroso un lugar utópico en donde todo era perfecto.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Plástico.

Me he esforzado por cambiarte, por guiarte en un buen camino
y no sé qué ha nacido, parece que el tiempo no nos ha favorecido
Todos decían que te educaba como un hijo, que determinaba tus alivios
pero yo sé que esas personas, más bien no comprenden mis desvaríos
Quizá faltaron segundos, para erradicar señas de maldad en tu semblante
o tal vez la cruda realidad, es que no estuve contigo y ni pude ser constante

Ya estando muy distantes, me contaron que tu existencia era infame
que los días conmigo a tu lado, fueron del espacio un derrame
Perturba a mi mente ese desgaste, tan vano es, irrepetible e irreparable
cual si fuese una desilusión, indudablemente en el mundo, algo palpable
Es como la muerte errante, inevitable y agonizante, este precio es el importe
a pagar por jugar a ser Dios del infinito, por sentirse omnipotente

Te he nombrado mi clon, una mitad andante, copia de mis acciones e ideas
aunque no haya parentesco, has sido mi imitante, siguiendo mis esquemas
Deseaba hacerte tan perfecto, prepararte como del tipo más sensato
decir que serías capaz, me ilusionaba, estaba del sueño en lo más alto
Te has convertido en plástico, un vil acetato, translúcido y muy sobrante
sí, me arrepiento de haberte querido convertirte en mi semejante






Es bastante simple, aunque tonta explicación, sólo es cuestión de mencionar mis deseos imparables de querer ser perfecto y/o de lograr cambiar al mundo. Porque en algún momento ya habrá cordura alrededor de cada uno, aunque para ello sea necesario transformar y controlar la vida de toda persona, en ulgún momento todos seremos felices. Probablemente nos volveremos plásticos.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Exactitud.

Hemos estado aquí recostados mirando el cielo azul, tan inmenso como el mar y tan misterioso como el mismo. Después de hablar bastante, me dices que a veces piensas que no me importas y todo porque seguramente merezco algo mejor. Entonces, mi único ojo suelta una lágrima y pronuncias palabras aún más deprimentes: “No llores, a eso me refiero, te hago mucho daño, y es que siempre que estoy contigo siento al tiempo pasar rápidamente y como si el aburrimiento te consumiera… deberías olvidarte de mí”.

-¡Eres una estúpida!- Te grito con el corazón partido en mis manos, -¿Crees que estaría aquí si no te amara? Todo lo que hemos pasado juntos, ¡por qué te aferras a esas ideas! Quisiera poder odiarte, pero me suena imposible tal cosa, ya que me esfuerzo por evitar que dudes, evitar que imagines tales tontería, sólo… porque te amo.

Valla a saber que desde hace tiempo nos conocemos y nos queremos ingenua y tímidamente, pero que la gente y la guerra nos han dado poca oportunidad para tenernos cerca el uno del otro con intención de disfrutarnos. Sin embargo, ahora que podemos abrazarnos inapelablemente, ¿qué ha salido mal?, ¿por qué nos detenemos? A pesar de todo lo malo, aún las preguntas invaden mi cabeza. Y es que todos los obstáculos han sido superados de manera increíble; aquella vez te cubrí de una explosión por una granada que fue el motivo de la pérdida de mi ojo derecho, con el que veía bien, pues ahora te veo borroso; y por suerte, en esa ocasión, hace tres años, saliste sin rasguño alguno, mi espalda fue quien recibió los vidrios incrustados, y llegué a creer que sería la última vez que te vería; aunque recuerdo perfectamente tu belleza, si bien, con ropa bastante desgarrada y sucia, te siento tan hermosa como cuando éramos más pequeños, hace diez años, cuando teníamos catorce cada uno. Estúpida guerra que nos ha quitado la libertad de querernos como jóvenes amantes.

También recuerdo la noche que desobedecimos el toque de queda, recuerdo los cañones en el cielo que parecían lluvia de estrellas, recuerdo que por violar las reglas, casi fuiste violada; estábamos abrazados, únicamente contemplado los ruidos estremecedores, y nos dimos cuenta de que habían militares alrededor nuestro, apuntándonos como si fuésemos el enemigo, y rápido nos ordenaron levantarnos, me golpearon en el estómago y me tiraron al suelo para patearme, que irónico, y a ti te alejaron de mí, gritabas y pedías que no nos maten, y te contestaban que para eso habrías que comportarte; dos de ellos te engancharon contra un árbol con sus brazos, y el otro subía tu falda con su pistola en la mano. Maldito el imbécil que con un arma se siente poderoso y quiere abusar de ello, ¡no es más que un estúpido cerdo cobarde! Y yo en el suelo escupiendo sangre por culpa de una patada que me había alcanzado el rostro; me levanté y corrí a golpear en la nuca con una piedra, al que tenía el arma recorriendo tus piernas, cayendo ésta, lejos del cuerpo, se desplomó sangrando y los otros dos animales pronto armaron fuego contra mí, apuntando a mis piernas. “Pendejo hijo de perra, ahora tu noviecita sufrirá las consecuencias y tú presenciarás su sufrimiento”. Me arrastré por el suelo observando que te arrancaban el vestido, y aunque el dolor era inmenso, logré alcanzar y tomar la pistola olvidada por aquellos dos idiotas entretenidos en burlarse de mí y golpeando tu cuerpo por las costillas con una furia extasiada; cuando uno de ellos se dio cuenta de que le estaba apuntando al voltear a verme, gritó furiosamente: “¡cabrón culero!”, y enseguida, antes de que tomara su revólver, le había disparado atinando a su cabeza, y el otro reaccionaba disparando adonde cayese la bala, que por cierto no logró rozarme, muriendo él también por mis poderosos deseos, quizá divinizados, de evitar que te toquen. Gritabas inconsolable y te exclamaba que huyeras y te escondieras “donde siempre” cuando las tronidos infernales se hacían más intensos. Saliste corriendo y llorando. Me quedé en el suelo, tirado porque no lograba mover mis piernas. Dormí pensando que tal vez sería mejor morir. Esto hace dos años, cuando teníamos veintidós cada uno, y yo sin mi ojo; lo sorprendente fue que a pesar de ver borroso, pude matar aquellas bestias, probablemente mi ángel guardián me ayudó a defender lo que para esas fechas, amaba tanto hasta el punto de no interesarme en si sacrificaba mi vida.

Ahora me dices que no me importas y todas esas tonterías, ¿quieres también mis brazos? ¡Córtalos si así puedo asegurarte que es verdad! No me importa si no tengo mis últimas dos extremidades, con tal de que te encuentres cerca; no me importa si ya no puedo verte… ¡arráncame mi ojo inservible! Con tal de que pueda escucharte decir cosas lindas, ¡grítale al mundo que me amas a pesar de que estoy estropeado! Probablemente eres tú a quien no le importo, a la que le da vergüenza ser amada por un fracasado sin piernas como yo.

No sé si he caído bajo, te ruego por palabras sencillas, por palabras que tú misma creas, por esas oraciones que digas al mundo, aunque a éste no le importe, y sin embargo… te encuentras callada, llorando inexplicablemente, o tal vez porque ahora ya te das cuenta de que tus palabras me hieren a pesar de que creo haberte dado tanto. ¡Arráncame los brazos y sácame el ojo! Así sabrás que eres mi única luz en el cielo, lo único que me importa más que mi cuerpo, y que sin brazos, estando en esta colina, ¡puedo todavía escalar más alto!

Sigues llorando y con la cabeza baja, al parecer fue una idea equivocada haberme enamorado de ti. Está bien, te libero. Me aviento al precipicio y muero.


Todo esto se encuentra expresado metafóricamente e inspirado por un sueño.